Los huéspedes de este blog recordaréis alguna entrada de las que llamo ruedas etimológicas (en caso contrario, podéis leerlas en Prestidigitaciones o en Vaya corte), donde se exploran los orígenes de una variedad de palabras que giran en torno a un concepto común. La de hoy está centrada en el remo, pero esta vez me vais a permitir una aproximación distinta al tema: hoy me gustaría llevaros hasta la Etimología partiendo de la Física. Así que agarraos fuerte, porque ya sabéis que las ruedas etimológicas son un caos que gira vertiginosamente.
En realidad, yo había empezado ya esta entrada con Ramón Gómez de la Serna, que en una de sus greguerías escribió: «Los remos son las pestañas de los barcos». Pero justo entonces viene mi amigo –y físico- Julián Blasco y me dice algo muy distinto que, aun desnudo de toda poesía, me llama poderosamente la atención: los remos son una primitiva aplicación del principio físico de la palanca. Al parecer, se trata concretamente de una palanca de segundo género, que es aquella en que la resistencia se encuentra entre la potencia y el punto de apoyo. En efecto, el punto de apoyo del remo es el agua en la que se hunde la pala, la potencia la ejerce el remero en el puño del remo y, entre ambos, la resistencia que se opone a la potencia la ejerce el tolete, que es esa pequeña estaca cilíndrica que sobresale de la borda de la embarcación, y a la cual se fija el remo, normalmente mediante un pedazo de cabo llamado estrobo. Y entonces voy descubriendo que el mundo está lleno de palancas de segundo género: una carretilla, una puerta y hasta un cascanueces funcionan de un modo esencialmente igual al de un remo. En todos ellos la resistencia (el tolete que actúa a través del estrobo, la carga de la carretilla, la hoja de la puerta que empujamos, la nuez que se resiste a dejarse cascar) se encuentra en la parte central del sistema. ¡Qué lástima! Si Ramón lo hubiera sabido, tal vez habría escrito esta otra greguería: «Los remos son los cascanueces de las olas».
Pero volvamos a la Física: el remero, que suele sentarse de espaldas a la proa, puede ejercer la potencia sobre el puño del remo de dos modos distintos: tirando de él o empujándolo. Y estos dos modos se nombran mediante dos verbos diferentes: bogar y ciar.
Para bogar, el remero hundirá la pala en el agua y tirará del puño del remo hacia sí, en dirección al pecho. El resultado es que la pala se desplaza en el agua de proa a popa e impulsa la embarcación (a partir de aquí, podemos imaginar un simple bote de remos) hacia adelante, de manera que es la proa la parte que hiende el agua. Este método es con diferencia el preferido cuando se busca rapidez y comodidad.
El otro modo de ejercer la potencia recibe el nombre de ciar. Para ello, el remero aleja de sí el puño del remo en dirección a la popa, de manera que la pala se desplaza en el agua de popa a proa e impulsa el bote hacia atrás. Mientras que al bogar se tira del remo, al ciar se lo empuja, lo que hace la palada más trabajosa y menos eficaz. Su principal ventaja reside en ofrecer a la vista el sentido de la marcha, y esto lo convierte en un medio ideal para maniobrar.
Con la experiencia de haber remado desde que tuve fuerza para ello, puedo decir que ciar es una operación en la que trabaja sobre todo la cadera. En lugar de apoyar el esfuerzo en las piernas, como en la boga, al ciar el esfuerzo parte de la cadera. ¿Y sabéis cuál es el nombre antiguo de la cadera? Pues resulta que es… ¡cía! Por eso el nervio de la cadera se llama ciático, y cuando nos duele es porque sufrimos de ciática.
Naturalmente, ambos modos de remar se pueden combinar, ciando con un remo mientras se boga con el otro, si lo que se quiere es que el bote gire en redondo. A esta operación se le llama muy apropiadamente ciaboga, y es un término común en toda la costa cantábrica, donde hierve la afición a las regatas de traineras. Estas se disputan en un campo de regatas delimitado por boyas, entre las cuales las traineras deben recorrer un número de largos. Al llegar el momento de rodear la boya asignada a cada equipo, toda la tripulación se implica en la maniobra, consistente en ciar los remeros de una banda, mientras los de la otra bogan. La sincronización es esencial para ciabogar, y más de una regata se decide por el éxito en la ejecución de estos giros.
Por cierto, la palabra trainera -en origen, un adjetivo- se aplica a cualquier barca de pesca con traína, que es la red de fondo, especialmente la que se usa para pescar sardina. Su origen se remonta al latín vulgar traginare, ‘arrastrar’, de donde también viene trajinar, que es ‘llevar géneros de un sitio a otro’ o ‘andar y tornar de un lugar a otro con alguna ocupación’. Ambas palabras nos llegaron del latín a través del catalán. Y del mismo origen, pero a través de la lengua francesa, hemos tomado otras tres en las que también se conserva el sentido de ‘arrastrar’: del francés train, ‘arrastre’, tenemos tren; de entraîner, tenemos entrenar; y de traîneau, trineo.
Ya sé que la rueda etimológica se me está acelerando un poco, pero lo siento: me temo que no puedo parar. Y es que aún no he explicado el origen de bogar, que tiene su interés. Parece venir del latín vocare, ‘llamar’, de donde también procede el sustantivo vocación (‘llamada’) y la serie de verbos invocar, convocar, provocar, evocar, revocar y equivocar, en todos los cuales sobrevive en alguna medida ese significado primitivo. No olvidemos, por ejemplo, que equi-vocar, en sentido etimológico, es ‘llamar igual a dos cosas que en realidad son diferentes’.
Vocare se usaba también en el sentido de ‘exhortar, animar’, y esto explica su relación con la boga. Pero para entenderlo hay que remontarse a los tiempos en que las galeras dominaban los mares. Tomando el término galera en sentido amplio, como la embarcación grande propulsada por velas y filas de remeros, se trata de un tiempo verdaderamente largo: en galeras regresó Ulises de la guerra de Troya; en galeras comerciaron y guerrearon los fenicios, propagando además por el mundo una versión primitiva del alfabeto con el que nos estamos comunicando en este escrito; en galeras –los temibles drakkar– llegaron los vikingos a las costas de Terranova; en galeras se hizo Venecia señora del Mediterráneo; y a bordo de una galera fue herido Miguel de Cervantes durante la batalla de Lepanto el 7 de octubre de 1571.
Para componer el cuerpo de remeros solía recurrirse a hombres condenados por la Justicia. Todavía hoy en italiano coloquial la expresión andare in galera significa ‘ir a la cárcel’, dicho en un tono parecido al de nuestra trena, chirona o trullo. También se echaba mano de esclavos, prisioneros de guerra y cautivos, como el protagonista del célebre romance del forzado, de Luis de Góngora, que cito de memoria, pues lo aprendí de pequeño en las clases de José Mari Velázquez (a quien tal vez queráis conocer en Velázquez y la mariposa):
Amarrado al duro banco
de una galera turquesca,
ambas manos en el remo
y ambos ojos en la tierra,
un forzado de Dragut…
Dragut fue un corsario turco, protegido y luego sucesor de Barbarroja, muy temido por su ferocidad, contra quien envió el emperador Carlos V al famoso almirante genovés Andrea Doria. Famoso almirante contra feroz corsario. En realidad, él fue también un prestigioso almirante y llegó a ser comandante en jefe de la armada otomana. Pero por aquí la leyenda exige centrarse en la patente de corso de la que gozó en su juventud, y los libros de texto llegan a presentarles a él y a Barbarroja como simples piratas. En sus frecuentes ataques a ciudades portuarias, Dragut se hacía con multitud de cautivos, que luego eran vendidos como esclavos o forzados al remo. Coordinar esta caterva de remeros -los llamados galeotes– no debía de ser tarea fácil. Las galeras más grandes llegaban a tener 300 remos de gran longitud (unos 50 pies), dispuestos en varias filas. Las maniobras eran de extraordinaria complejidad, y la navegación exigía que se marcase con claridad el ritmo de las paladas, detalle que también aparece en el texto del poeta cordobés:
En esto se descubrieron
de la Religión seis velas
y el cómitre mandó usar
al forzado de su fuerza.
En efecto, al avistar una flota de seis galeras de la Orden de Malta, que en aquel tiempo patrullaba el Mediterráneo para limpiarlo de la amenaza turca y berberisca, el encargado de dirigir la boga en uno de los barcos de Dragut manda aumentar la velocidad para la huida. El cómitre, que así se llamaba este oficial, se situaba en la crujía (el espacio que de popa a proa queda libre entre las filas de remeros de ambas bandas) y desde allí cantaba las órdenes. Y así fue como vocare (‘llamar, animar’) pasó de significar ‘dirigir con voces o cánticos la boga’ a designar la acción misma de remar. Estos cambios de significado por proximidad física o lógica son muy frecuentes en el idioma y reciben el nombre de metonimia.
Galeras con el distintivo de la Orden de Malta, como las del romanceY todavía nos queda una sorpresa etimológica. El nombre griego de los cómitres en la poderosa armada bizantina era κελευστής (léase: keleustés), derivado del verbo κελεύω (keleuo), que significa igualmente ‘ordenar, animar’. Lo que nos interesa aquí es que a la misma familia pertenece el sustantivo κέλευσμα (kéleusma), literalmente ‘orden, mandato’, pero también ‘exclamación con que se arrea a las bestias o se azuza a los perros’ y ‘canto acompasado del cómitre para regular el movimiento de los remos’. La palabra se difundió por el Mediterráneo a bordo de las galeras y drómones bizantinos, y, a través del latín vulgar clusma, fue adaptada al genovés antiguo como ciüsma (léase: chiúsma). Precisamente de ahí tomó el español el sustantivo chusma, que, antes de significar ‘muchedumbre de gente soez o vulgar’, designó el conjunto de los galeotes que servían en las galeras reales. Aquella pobre chusma.
Y así, a fuerza de remar, hemos llegado a destino. Ahora, si me lo permitís, os voy a dejar, que tengo delante una pila de exámenes finales por corregir y me encuentro –nunca mejor dicho- amarrado al duro banco de una galera turquesca. Nos vemos más dulcemente el viernes que viene, cuando os invitaré a saborear un helado frente al mar eterno en buena compañía: la de «HOMERO Y LOS NIÑOS».
Profesor LÍLEMUS
Querido Lílemus:
Quedo boquiabierto con esta nueva muestra de tu vasta erudición… que no basta erudición. Complicado Castellano, un viejo enigma, que por suerte tú nos desvelas.
Un abrazo,
Aprendiz
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Cuál es la resistencia???
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Perdona, Javier, pero no sé si entiendo el motivo de tu pregunta. Si es una duda pura, debo contestar que la resistencia la ejerce el tolete que mantiene fijo el remo, pero eso ya se dice en la entrada.
Por eso pienso que tal vez tus signos de interrogación expresan algún tipo de asombro. Si el asombro es porque has encontrado el remo como ejemplo de palanca de primer grado, en efecto algunos libros lo hacen, considerando que la resistencia la ejerce el agua, pero eso sería como decir que la finalidad del remo es mover el agua.
Y si es porque vives en algún lugar donde la palabra «tolete» tiene un significado distinto del que yo he usado, es cierto que este nombre se da en hablas regionales a un garrote, a un bate, al pene, al peso cubano y hasta a una persona lerda. Puede que ese sea el motivo de tu extrañeza, pero en realidad donde yo vivo es así como se llama a este palo al que se sujeta el remo, y que en otras partes recibe el nombre de «escálamo».
Saludos.
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Jeje, supongo que cuando el técnico lleva un martillo, ve todos los problemas como clavos… La duda bien puede ser física, (estaría preguntándo ¿qué fuerza actúa?) . Que supongo sería el volumen de agua a desplazar para ocupar su posición …
Interesante tu blog, te seguiré.
Saludos y enhorabuena.
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Parece que una palanca que actúa en un medio en parte quieto, en parte móvil, presenta dificultades conceptuales adicionales, en especial para un profano como yo. Cordiales saludos, Ricardo.
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