RESUMEN: La tarea de enseñar Lengua no consiste tanto en transmitir a los alumnos un conjunto cerrado y completo de elementos idiomáticos, como en despertar el instinto natural de comunicación que cada uno posee.


-Buen fin de semana, Miguel.

-Igualmente, profesor. Hasta el lunes.

-Y no dejes de escribir: lo haces muy bien.

Profesor Samuel LilemusEs viernes por la tarde. Las clases han terminado y, tras despedir a este último rezagado, el profesor Samuel Lílemus permanece en el aula con la vista perdida al otro lado de la ventana. Cansado por el intenso día de trabajo, y antes de soltar la rienda a las ilusiones del fin de semana, disfruta reflexivamente de un momento de soledad.

Miguel se ha quedado a consultar con él un final para el cuento que está escribiendo. En un primer momento, a Lílemus le ha confundido el embrollo de la explicación y la inconcreción de la consulta –el propio Miguel ha propuesto un desenlace que parecía meditado-, y ha tardado un buen minuto de conversación en caer en la cuenta: el chico no tenía ninguna consulta que hacer; solo quería darle a conocer sus aficiones literarias. Las notas musicales adoran la caja de resonancia.

Y allá va la nota, mochila al hombro, a reunirse con otras dos que esperan charlando en la partitura de un banco de tablas. Al verle llegar, miran ostensiblemente los relojes en señal de reproche, antes de perderse amistosamente hacia una lejanía de risas y empujones. “Buen fin de semana, Miguel”. Esta despedida le acaba de traer a la mente cierto alumno de igual nombre, a quien el profesor imagina con frecuencia. Este otro Miguel, cuarto de seis hermanos, habitante de diversas ciudades por causa de un padre itinerante, apasionado de la lectura y los espectáculos teatrales, conocedor de los clásicos latinos, autor de algunos poemillas, casi forzado al autodidactismo por las dificultades económicas familiares, llegaría a ser con el tiempo el gran Miguel de Cervantes Saavedra. Pero hubo un tiempo en que fue simplemente Miguel, probablemente alumno de los jesuitas antes de asistir a las clases del humanista Juan López de Hoyos, quien se refiere a él en un escrito de 1569 como “nuestro caro y amado discípulo”. Miguel contaba entonces poco más de veinte años, y nada hacía pensar que el idioma enseñado por aquel maestro sería un día llamado por el nombre de aquel alumno: la lengua de Cervantes.

Cervantes-EL coloquio de los perrosSi López de Hoyos hubiera sabido que tenía en su aula a un futuro gigante de las letras, se habría llenado de un hondo –y quién sabe si paralizante- sentido de la responsabilidad. Por fortuna, Cervantes fue para él sencillamente “nuestro caro y amado discípulo”, lo que nunca es mal camino. Otro tanto puede decirse de aquellos padres jesuitas. En la novela cervantina El coloquio de los perros, el can Berganza, que años atrás había acompañado diariamente a sus jóvenes amos al estudio de la Compañía de Jesús, describe aquel ambiente escolar para su perruno compañero Cipión en términos elogiosos, pintando “el amor, el término, la solicitud y la industria con que aquellos benditos padres y maestros enseñaban a aquellos niños, enderezando las tiernas varas de su juventud, porque no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino de la virtud, que juntamente con las letras les mostraban”.

Sea o no autobiográfico este episodio, lo cierto es que Cervantes tuvo siempre la lengua y la literatura como compañeras del alma. En el Quijote confiesa que leía “hasta los papeles rotos de las calles”, y su fantasía para inventar técnicas narrativas y hacer interesantes los relatos ha enseñado a escribir a los grandes de todas las literaturas. Lílemus se empeña en creer que el talento de Cervantes se logró porque, cuando era un simple adolescente, sus maestros supieron ver lo valioso de aquel joven despierto, imaginativo y apasionado; porque, haciendo honestamente el oscuro trabajo diario, fueron capaces de encauzar la energía de aquel chico a través del uso del lenguaje.

Juan Lopez de Hoyos

Un profesor no debe entender la lengua como un hecho pasado, detenido y completo que hay que embutir en veinticinco cabezas, sino como un instinto natural ya existente en cada uno, vivo y actual pero aún -solo hasta cierto punto- imperfecto. La tarea del maestro consiste en estimular esa tendencia innata, en dotarlos con los medios para expresarse, comprenderse y actuar en su pequeño mundo a través de la palabra. Porque una parte de su felicidad presente y futura –en la amistad, en la familia, en la vocación profesional, en la vida pública, en el amor- reside en el uso logrado de su principal herramienta de comunicación.

Cervates pintado por JaureguiTambién pondrá a su disposición los grandes modelos: nuestro Miguel tendrá que leer, pongamos, a Cervantes, y comprenderlo, y conocer su tiempo, y hasta analizar sus obras. Pero sobre todas estas cosas Miguel tiene que percibir inequívocamente que el protagonista de la clase no es el escritor consagrado, sino él mismo, el humilde lector que desde su pupitre –igual que un día Cervantes- se empeña en comprender la literatura y disfrutarla.

Y es que, si el español ha llegado a ser “la lengua de Cervantes”, tal vez ha sido –piensa Lílemus, mientras cierra por fin la puerta del aula camino del fin de semana- porque sus profesores, atraídos por la luz de la imperfección, entendieron que en aquel tiempo, en aquella aula, en aquel pupitre, el español era… “la lengua de Miguel”.

(Para Ramón Pomar, que siempre ha puesto en práctica con naturalidad esta clase de cosas)