Ahora que llega la Navidad, os invito a acompañarme en un acercamiento posible al significado de esta fiesta desde el punto de vista de un filólogo, es decir, de un amante de las palabras. Dado que el terreno de juego natural de nuestra profesión son los textos, he pensado empezar por un papiro antiguo, pero debo advertir que todo lo que pueda haber de sensato en esta entrada está contenido de un modo más inmediato en otra clase de texto: el villancico popular. Lo digo por si alguno prefiere los caminos directos.

Para aquellos que habéis elegido seguir leyendo, os presento una imagen del papiro P75, una de las dos fuentes principales del evangelio de San Juan. Este documento, puesto por escrito alrededor del año 200 de nuestra era, se remonta a través de copias sucesivas al texto original redactado en lengua griega por el apóstol hacia el año 100. Esta inmediatez, tan poco frecuente en la historia de los libros, resulta emocionante para un filólogo. Y para un cristiano, es aún más emocionante imaginar que la misma mano que guiaba el cálamo tal vez estrechó amistosamente la mano de un discípulo de Juan, quien a su vez arrancó piadosamente con unas tenazas los clavos de las muñecas de Cristo. No sé qué pensaréis vosotros, pero encontrarse a tres manos de distancia de Dios tiene su aquel.

Evangelio de San Juan-Papiro P75-En el principio era el verbo

A la fotografía del papiro he añadido su transcripción en caracteres griegos alejandrinos, pensando en los que un día estudiasteis la versión clásica de este alfabeto. También tenéis su equivalencia fonética probable, tal como se pronunciaría en tiempos de Juan, de modo que pueda ser leído directamente por un hispanohablante que distinga la s de la z. En cuanto a la traducción, tras el encabezamiento EVANGELIO SEGÚN JUAN, dice así:

En el principio existía el Logos, y el Logos estaba junto a Dios, y el Logos era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Todo fue hecho por él, y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho.

Como veis, he dejado sin traducir la palabra logos. Y no es por falta de buena voluntad: es que sinceramente no me atrevo. Logos suele pasarse al latín como verbum y al español como verbo (el Verbo de Dios, se dice). Sin embargo, el sustantivo latino verbum significa básicamente ‘palabra’ (está emparentado con la raíz indoeuropea que da lugar al inglés word y al alemán Wort), y muy poco más. En cambio, en mi viejo diccionario escolar de griego, λόγος (logos) ocupa con diferencia el artículo más largo de toda la obra. Su amplio significado gira en torno a dos ejes: es a la vez ‘palabra’ (y así, entre otros muchos sentidos, vale tanto como dicho, expresión, definición, afirmación, proverbio, máxima, orden, mandato, promesa, oráculo, fama, rumor, discurso, conversación, negociación, discusión, relato, narración, fábula, historia, noticia, prosa, tema, tratado, libro) y ‘razón, pensamiento’ (y así, vale tanto como razón, razonamiento, pensamiento, inteligencia, juicio, causa, motivo, ley, ordenamiento, aprecio, estimación, consideración, preocupación, relación, proporción, analogía). Uniendo de algún modo ambos sentidos, el término logos encierra con variadísimos matices la idea del pensamiento que se manifiesta exteriormente a través del lenguaje. ¿Entendéis ahora por qué no me atrevo? Hacer entrar el riquísimo sentido de logos en la estrechez de verbum me recuerda a intentar embutir mis piernas de adulto en los pantalones de mi hijo pequeño: simplemente no caben.

¿Y por qué usó Juan la palabra logos para nombrar a Cristo? Este término, aparte de su frecuente uso cotidiano, era común en la tradición culta griega, muy especialmente en el ámbito científico y filosófico. Los distintos autores que lo emplean no lo hacen con igual sentido, pero siempre es en ellos un concepto central. Ya Heráclito, en torno al año 500 a.C., habla del logos como la ley divina y universal común a todas las leyes humanas y según la cual suceden todas las cosas; los estoicos lo ven como el principio activo del cosmos, que fecundando la materia inerte la vuelve capaz de generar; Aristóteles en su Arte retórica se refiere a él como uno de los tres modos de persuasión: el discurso razonado. Cualquier autor griego o simplemente helenizado que se hubiese dedicado a explicar el mundo y su origen había empleado el término como un elemento clave de su discurso.

Filon de AlejandriaEn tiempos próximos al evangelio de Juan, logos había entrado también en el ámbito filosófico-teológico por obra de un filósofo judío helenizado: Filón de Alejandría, contemporáneo de Jesús y del propio apóstol. Filón, en su línea de conciliar el judaísmo con el pensamiento griego, identificó el logos con un término ya presente en la tradición judaica: la memrá, es decir, la palabra (de Dios), término con el que era frecuente nombrar al propio Dios. En sus obras, escritas en griego, el Logos aparece como el hijo primogénito de Dios, que, aun siendo inferior a él, ocupa el primer puesto a su lado y es el instrumento de su actividad creadora: “a través del cual ha sido hecho” el mundo, dice Filón. Según me apunta mi amigo y filósofo Pedro Blázquez, hay en esta figura reminiscencias claras de Platón y su idea del demiurgo (la divinidad intermediaria entre el Bien y las ideas, y que da forma al mundo material tomándolas como modelo).

Juan, hijo de una familia acomodada de pescadores del lago de Tiberíades (según Polícrates, obispo de Éfeso, se trataba de una familia sacerdotal judía), fue un hombre instruido que no solo conocía la tradición helenística sino que de algún modo pertenecía a ella: lo griego alcanza dimensiones muy amplias en aquellos días. En intensas décadas de predicación Juan ha comprendido que el mensaje que él escuchó en arameo debe ser transmitido en otro idioma que, como judío cultivado que es, también conoce: el griego, la huella más profunda dejada en el mundo por el imperio de Alejandro Magno; la lengua franca de los pueblos que miran al Mediterráneo; la de los mercaderes, los viajeros, los pensadores; la lengua de los que por nacimiento no hablan la misma lengua.

Poussin-Apostol San Juan en Patmos

Tras haber meditado hondamente sobre lo visto y oído junto a Jesús, Juan entiende que, en ese ámbito mediterráneo donde prenderá su evangelio, el término justo para nombrar a Cristo es precisamente Logos. No es que Cristo sea exactamente la ley universal y ordenadora de la que habla Heráclito, ni el principio activo de los estoicos, ni la criatura creadora de Filón; más bien Juan presenta a Cristo como el objeto -finalmente encontrado- de todas estas búsquedas racionales de siglos. Él es el mismísimo y único Dios por quien “todo fue hecho”, y además posee distinción y personalidad propias como para afirmar de él que, siendo Dios, “estaba junto a Dios” y que, habiéndolo hecho todo, “sin él no se hizo nada” de lo creado. Al dar un sentido nuevo y distinto (pero coherente con la tradición griega) a este término con el que su auditorio está familiarizado, Juan se ahorra todo un tratado filosófico-teológico para centrarse en el relato de los hechos, las palabras y el significado de Jesús. El prólogo de su evangelio es más un hondo poema que otra cosa.

Pero el apóstol no se queda ahí. Unos versículos más allá hará una afirmación destinada a conmover los cimientos del mundo. La reproduzco en otra imagen del mismo papiro:

Evangelio de San Juan-Papiro P75-Se hizo carne

Y el Logos se hizo carne, y vivió entre nosotros. Son solo nueve palabras (griegas), pero son palabras mayores. El logos, el principio ordenador del mundo que los hombres llevan siglos tratando de entender y explicar, se ha hecho precisamente hombre. El objeto de las búsquedas de este largo escondite ha querido salir de su refugio para dejarse encontrar. Y no es que se haya materializado en un mundo lejano, sino que ha vivido aquí mismo, entre nosotros. En realidad, al escribir “vivió” he cometido un error de traducción intencionado –una especie de traducción provisional- que ahora quiero precisar. La palabra que emplea Juan (εσκήνωσεν, eskínosen) deriva de σκηνος (skinos), que es el nombre griego de la tienda de campaña, por lo que podría traducirse literalmente como “acampó”. Y acampar no es “vivir” como idea abstracta; acampar es una actividad muy material: es instalarse, morar, residir, habitar, convivir, echar raíces, es calzarse cada mañana las sandalias para ir por agua a la fuente, y encender el fuego para calentarse, y ganarse el pan, y compartir la mesa y la conversación. Quien con humanísima metáfora dirá: “el que cree en mí nunca tendrá sed”, es un Dios cuya garganta han secado los juegos de la infancia y los calores del desierto; quien nos ordenará amarnos “como yo os he amado”, ha experimentado en su propio corazón la plenitud de ser amado humanamente y también el salto al vacío de amar humanamente a sus semejantes; quien empequeñecerá el tremendo “hágase la luz” del Génesis con su “yo soy la luz del mundo”, ha sentido como hombre –y como niño- la seguridad de la luz y el recelo de la oscuridad. Tras la rotundidad del Antiguo Testamento, late en el Evangelio la cordialidad de un corazón genuinamente humano.

Nunca nadie ha puesto por escrito una idea tan revolucionaria, destinada a cambiar radicalmente el curso de la historia. Puesto que la lógica (es decir, el logos) de Dios es desconcertante para los hombres (los últimos serán los primeros, bienaventurados los perseguidos, quien quiera hacerse grande que sea servidor…), parece conveniente que el logos, razón y palabra divinas, se haga razón y palabra humanas, se “traduzca” a lenguaje y condición de hombre como una muestra suprema de aprecio y consideración (es decir, de logos, según hemos visto antes). Porque si Dios se hace hombre, entonces el hombre tiene un modelo humano para ser como Dios. Si Dios ha caminado hasta el hombre con pasos humanos, el hombre cuenta con un motivo (es decir, un logos) para recorrer ese mismo camino hacia Dios. Y puesto que logos no es solo palabra que habla, sino también razón que escucha y comprende, en Cristo el hombre ya no está solo, porque ahora la oración añade a su carácter de recitado ritual el de diálogo cordial con un interlocutor lleno de humana complicidad. El hombre –cada hombre- puede ser llamado con palabras humanas y puede a su vez dirigirse con palabras a un Dios que le entiende.

Jesus ultima cena

Desde este punto de vista, lo llamativo de la Navidad es que en el portal de Belén la Palabra con mayúscula calla, aparentemente incapaz de algo más que un simple balbuceo. El Todopoderoso no puede hablar; el Señor de los mundos, indigente y menesteroso, precisa de atenciones humanas para satisfacer necesidades elementales que solo puede expresar con el llanto. ¿Cómo se explica esto sin caer en el escándalo? Si os fijáis bien, cuando hace unas líneas he dicho que “la Palabra calla”, también podría haber dicho que “está callada”, pero lo cierto es que no he querido. Aunque parezca lo mismo, hay una diferencia: frente a la pasividad de “estar callado”, “callar” es una elección, una actitud, una actividad. Se podría decir que la Palabra no tiene prisa por empezar a hablar, aunque su silencio no sea en absoluto mudo. El mensaje (es decir, el logos) de un Dios hecho bebé que balbucea es más elocuente que todas las parábolas y los milagros y el sermón de la montaña y las siete palabras de la cruz, porque los contiene todos en un solo sonido con forma inarticulada pero con sentido (es decir, con logos) universal. Antes de hablar sabiamente a las multitudes, la Sabiduría calla, no sea que a alguien le dé por pensar que esta autopista de amor es una senda solitaria para eruditos o iniciados. El “has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeños” ya está dicho discretamente desde el pesebre.

Adoración de los pastores

No importa nuestra edad, ni nuestra inteligencia, ni la lengua que hablemos: ese mensaje universal va dirigido a la sensibilidad; no importa si somos sabios extranjeros de Oriente cargados de oro, o pastores iletrados cargados de ovejas, mientras seamos capaces de entrar allí y arrodillarnos. Arrodillarnos sin sombra de servilismo, como quien se inclina ante la cuna de un bebé para no perderse ni un detalle del espectáculo. Hasta los que negaríamos tres veces sin dudarlo una sola, los que aprovecharíamos el atrio del templo para nuestros cambalaches interesados, los que le pondríamos a prueba con preguntas estúpidas y capciosas, los que escupiríamos al paso del condenado o huiríamos escandalizados de la soledad de la cruz, sabemos sin embargo arrodillarnos ante la cuna de un recién nacido para mirar y quedar fascinados. Y si somos capaces de eso, nada está irremediablemente perdido: ya hemos empezado a captar el auténtico mensaje, ese que está plasmado con mil variantes en los villancicos populares. Dejo a vuestra memoria los ejemplos más oportunos.

El niño Dios no necesita hablar para significar, porque él ES palabra, es Dios traducido a las lenguas de todos y a la condición de cada uno. Al mirarle vemos nuestra pequeñez y también la grandeza de lo que él nos llama a ser. Por eso la Navidad debería ser el tiempo más receptivo de nuestro año, porque las palabras se dicen para ser escuchadas y comprendidas, pero en el pesebre el mensaje que ha de ser captado habla en silencio, no exactamente al oído, sino a los ojos y al corazón. Luego cada uno será libre de continuar o no la conversación durante el resto del año, pero quedarse estos días en los festejos y el turrón y las compras y la lotería –en el ruido que estorba la escucha- es simple falta de libertad, es negarse siquiera una oportunidad de elegir. Si Dios se ha hecho Palabra –palabra razonable y cordial- la sordera tiene que ser el más triste de los pecados.

Feliz Navidad.

Profesor LÍLEMUS

(Con agradecimiento a Juan Chapa Prado: aunque no creo que él me recuerde, en una de sus conferencias yo me aficioné a la papirología)