Yo fui alumno de José Ignacio Risueño en el vizcaíno Colegio GAZTELUETA. El primer recuerdo que de él tengo lo viví a los siete años –él también estaba recién llegado al centro- y sucedió durante algo parecido a un examen. Una de las cuestiones decía: “Calcula a ojo el ancho de esta hoja”. Mi mente, que, según se verá, ya entonces era cartesiana e insegura, no se la quiso jugar e ideó la siguiente estrategia: marqué a ojo con lápiz espacios de un centímetro, los sumé y escribí el resultado, cumpliendo solo a medias el requisito de calcular “a ojo”. Creo que me salieron 23 cm, lo que supone una aproximación notable. Cuando terminé el ejercicio y me acerqué a entregarlo a su mesa, él le echó un vistazo, sonrió para sí y siguió sonriendo al levantar hacia mí la mirada llena de afecto. Yo volví a mi sitio con aquella sonrisa sobre mí, y al cabo de las décadas todavía la llevo puesta.

Jose Ignacio Risueño

De mi paso por aquel primer pabellón del colegio solo tengo otros tres recuerdos: una carrera multitudinaria por el pasillo, un partido de fútbol en que marqué el gol de la victoria en medio de un barullo fenomenal, y una serie de bajadas trepidantes por un terraplén embarrado que acabaron con mis primeros pantalones escolares en la basura. A diferencia del otro, los tres están llenos de adrenalina. Y, por mucho que lo intento, no consigo reconocer en ellos a otros profesores de los que me daban clase. La memoria suele ser caprichosa. O tal vez no.

Chisum-PeliculaLuego volví a ser alumno suyo a mis catorce años y de nuevo en el último curso escolar. Y en todos mis recuerdos le veo sonreír. Lo de Risueño, si no hubiera sido su apellido, bien podría haber sido su mote. Pero realmente no podía serlo, porque, al reaparecer en nuestra aula de la adolescencia, él ya se había hecho con uno: Chisum. Desconozco quién ni cuándo se lo había puesto, y tampoco logro adivinar el hecho que lo pudo motivar. Chisum es el nombre del protagonista de la película homónima, que interpretó John Wayne en 1970. En ella encarna al personaje histórico John Simpson Chisum, vaquero duro y emprendedor que consiguió levantar un imperio ganadero en el Nuevo México de la segunda mitad del XIX. En aquellos años los alumnos teníamos cine con frecuencia trimestral, a menudo del género western, y la película debió de proyectarse en una de aquellas sesiones. Pero solo pensar que aquel varón maternal pudiera ser identificado con cualquier personaje johnwayneano me hace venir la risa. Yo supongo que se trata de uno de esos motes que, por antífrasis, indican cualidades contrarias a las que se poseen. Es cierto que, al igual que José Ignacio, el vaquero era bueno, justo y generoso, pero no creo que los autores del mote se anduvieran con tales sutilezas. John Chisum era sobre todo un tipo duro.

Profesor-AlumnoLos profesores influyen en sus alumnos de distintas maneras. Hay una huella más o menos impersonal que se materializa en el aprendizaje: les enseña a sumar, leer, escribir, llegan a conocer la geografía mundial o son capaces de resolver ecuaciones trigonométricas, lo que no está nada mal. Y hay también una huella personal que queda marcada en sus hábitos, actitudes y mentalidad, y que resulta del modo en que el profesor ha sabido enseñarles todo lo anterior. Sus alumnos no lo perciben solo como una máquina de enseñar ecuaciones trigonométricas. Al desplegar ante ellos su actuación docente, los actos que la constituyen están siendo constantemente registrados y evaluados por ojos ingenuos. Y las actitudes que hay detrás de estos actos tienden a resonar en las actitudes de los alumnos, más profundamente cuanto más tiernos son. Si la materia le apasiona, ellos tenderán a encontrar en ella los aspectos más atractivos; si prepara las clases a conciencia, ellos sentirán que les toma en serio; si media con calma en los conflictos que surgen, aprenderán la tolerancia; si atiende con paciencia las dudas de cada uno, imaginarán que los objetivos de la asignatura son asequibles; si se muestra severo y autoritario, le mostrarán un respeto distante; si se toma las cosas con sentido del humor, aprenderán a dar a los problemas la importancia justa; y si les corrige con desmesura, ellos pueden empezar a tratarse entre sí con crueldad. Dado que la naturaleza humana es personal, el profesor no puede evitar educar a través de su personalidad y, lo quiera o no, para bien o para mal, queda en sus vidas como un modelo humano.

Con frecuencia estos actos caen en el olvido y el modelo actúa de modo inconsciente. Pero otras veces persiste en el recuerdo en forma de dos o tres fotogramas que inmovilizan al profesor en momentos cualesquiera, en episodios que de algún modo resumen su figura. Los fotogramas no siempre hacen justicia a la persona, pero, como dice Julio Cortázar, existe una arritmia entre el hombre y su memoria, que a menudo se comporta como “la araña esquizofrénica de los laboratorios donde se ensayan los alucinógenos, que teje telas aberrantes con agujeros, zurcidos y remiendos”. En cualquier caso, tal forma de pervivencia prolonga en el tiempo la acción educadora, ya que estos fotogramas suelen transmitir algún mensaje personal. Si el profesor queda congelado en una muestra de consideración, seguirá diciendo para siempre: “Eres respetable”; si en una burla, dirá: “Eres ridículo”; si organizando un proyecto ambicioso: “Tú puedes”.

Profesor-y-alumno

Al crecer y madurar tendemos a clasificar estos fotogramas, desechamos algunos, enmarcamos otros; aprendemos a verlos como simples instantáneas, como juicios ajenos no necesariamente ajustados a nuestra realidad. Pero cada que vez que uno de ellos se active en la memoria, el mensaje será transmitido de nuevo. Cada vez, para toda la vida, bella o feamente pero, en cualquier caso, sin remedio. Tal vez por eso hay quienes adoran el colegio donde estudiaron, quienes sienten indiferencia, y quienes juran no regresar a él y lo cumplen. Y también otros que juran no volver y acaban volviendo: a menudo es necesaria cierta perspectiva para apreciar con justicia los años escolares.

Como ya he dicho, en mis fotogramas José Ignacio eligió sonreír. Y digo “eligió”, aunque sea como decir que el agua elige mojar o los pesos, caer. Por algún sitio tenía que brotar el chorro de bondad que bombeaba su corazón, y al hacerlo quedaba remansado en aquella sonrisa amplia y acogedora donde nadaban libres el afecto, la complicidad, la alegría, la ilusión, el perdón, la esperanza. Su bondad radical y tozuda presumía en nosotros esa misma bondad, incluso en los momentos en que la realidad –nuestra realidad- no daba ningún pie a tales presunciones. Y es que aquella sonrisa era una actitud ante la vida, una declaración de principios, una bandera orgullosamente desplegada, una varita mágica capaz de transformar todo aquello que tocaba.

Y personalmente a mí, cada vez que recuerdo al gran Chisum sonriendo hasta la médula, me vuelve a llegar el refrescante mensaje, a menudo traducido en palabras: “Eres interesante, eres capaz, eres bueno, eres verdadero, eres hermoso, eres digno de lo mejor”. A él debo gran parte de mi gusto por la literatura, de mi afición a escribir. También tengo con él otras deudas inconfesables, al menos en público. Pero aquella mirada sonriente es su herencia más valiosa.

Tal vez debiera haber dicho que José Ignacio murió casi de repente, hace veintiún años. Pero es que no consigo dar a su muerte más realidad que a un espejismo. Él sigue actuando en las vidas de muchos. Y si uno sigue actuando, es que sigue vivo. Así de sencillo. Sus miles de alumnos somos ahora miles de adultos, miles de padres, de trabajadores, de ciudadanos, que se extienden por el espacio pero también se prolongan en el tiempo. La huella de un buen profesor por fuerza tiene que pasar a las generaciones y llegar a muchos que ni siquiera oyeron hablar de él. Es lo que tiene haber Vivido.

Hay muertes de pésame, y muertes de ovación de gala. Escucha la que te brindan tus alumnos, José Ignacio.

Profesor LÍLEMUS

(Para las dos Pilares, José Ignacio, Elisa y Adolfo: los suyos)