El profesor Lílemus -al vuelo los faldones de una chaqueta ligera- dirige desde su bici otras dos más pequeñas que corren en fila delante de él: una breve orden de tanto en tanto ajusta la marcha del trío hacia el paseo de la playa. La primavera ha colgado en el trastero los ruedines del menor, multiplicando el radio de sus posibles experiencias.

-¡Ahora como delfines! –gritan las voces de los hijos delante de él.

Con dos pedaladas, Lílemus obedece hasta emparejarse con ellos justo donde el carril bici entra en el tráfico de la rotonda. Un niño usa y comprende el lenguaje figurado con toda naturalidad: las imágenes poéticas dan forma a sus ideas, dibujándoles nítidos contornos. Y así, exactamente como crías de delfín que nadan junto a sus progenitores, el grupo traza en conjunción la curva pronunciada de la rotonda.

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Los pedales convierten los zapatos de un niño en botas de siete leguas que acercan la inmensidad de la ciudad y la ponen a tiro de sus deseos. Y así, diez minutos más tarde, en un banco apartado frente al mar, los tres contemplan ya la lejanía por encima de sus helados. Lílemus dejará que el chupeteo profundice las miradas sin el estorbo de las palabras, en espera de que llegue la acostumbrada petición:

-¿Nos cuentas un cuento de Ulises?

De Ulises. Reconozco que es poco habitual. Todo empezó años atrás, cuando la hermana mayor dejó en el trastero sus propios ruedines. Entonces padre e hija quisieron estrenar la recién ganada libertad (en especial la de él) con una visita al heladero de la playa, y allí frente al mar, en este mismo banco, abandonados los sentidos en el océano hemisférico de una bola de helado, la niña pidió:

-Cuéntame un cuento, papá.

EOLOA Lílemus la vista del mar le trajo la imagen de Ulises recorriendo húmedos caminos en las cóncavas naves de la Odisea. Πολιήν άλα τύπτον ερετμοις, los hombres que baten con los remos el canoso mar en dirección a Ítaca, su tierra patria. Entonces pensó: “¿Por qué no?”. Y así, como quien tantea una posibilidad, preguntó:

-¿Tú sabes quién fue Ulises?

-Quién…

Improvisando una inesperada transformación literaria, el padre dio inicio al cuento como pudo:

-Érase una vez… un rey que se llamaba Ulises. Ulises… había luchado en la guerra de Troya y volvía con sus hombres en grandes barcos por el mar… por el mar de blancas olas. Estaban impacientes por llegar a Ítaca, la isla que habían dejado diez años antes para ir a…

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La niña escuchaba con sorprendente naturalidad, así que Ulises, saliendo más bien desconcertado de la Odisea épica, entró modestamente en el cuento infantil y volvió a desembarcar en el país de los cíclopes, donde encontró de nuevo a Polifemo. Y cuando ella se maravilló de que el cíclope mirara por un solo ojo en medio de la frente, Lílemus se le acercó hasta quedar nariz con nariz y, al tiempo que veía los ojos de ella fundirse en uno solo, supo en su sonrisa que la niña acababa de comprenderlo.

polifemoYa envalentonado, Ulises se presentó al cíclope con el Ουτις εμοί γ’ όνομα (“Me llamo Nadie”), que fue recibido con ese gusto que muestran los niños por las palabras exóticas. Y cuando más tarde Polifemo, herido por Ulises y sus hombres en el único ojo, pide en vano ayuda a sus congéneres (“¡Nadie me mata con engaño!”), Lílemus notó sorprendido que su hija no solo entendía el engaño creado por Homero, sino que de verdad se sentía superior al gigante, ridículamente atrapado en el lío de sus propias palabras. Veintiocho siglos después, la piedra angular de la literatura de Occidente revivía en la risa de una niña de cinco años que con su comprensión había derrotado nuevamente al cíclope.

Ice-cream-1Luego, semana a semana, helado tras helado, ahorrándole los detalles truculentos o escabrosos, el padre fue trayendo ante la pequeña a las sirenas, a Posidón que sacude la tierra, a la maga Circe, las rocas errantes, las vacas del Sol. Y cada vez se repitió la misma intensidad, esa completa intensidad que Lílemus –dicho sea de paso- nunca había logrado en el aula.

Aquello no era en absoluto un experimento de reflejos condicionados. Digamos que el perro de Pavlov nunca se acercó a husmear por los alrededores del banco predilecto. Tomar helado en buena compañía frente al mar es una actividad tan noble como aficionarse a la buena literatura, y la belleza es en sí misma educativa. Pero en la educación de la sensibilidad es precisa la inmediatez: el paisaje escuchado, el mar respirado, la mirada próxima, las palabras sentidas en los labios paternos. Los cuentos en compañía enseñan al niño a comprender y a maravillarse, a sentir compasión, a estallar en carcajadas. Y en aquellos relatos de Ulises junto al mar, las cóncavas naves que surcan el oscuro mar color de vino (επί οίνοπα πόντον, epi óinopa ponton) tenían la virtud añadida de verse dibujadas contra el redondo horizonte de un helado de frambuesa de homérico color.

Y ahora, años después, los hermanos pequeños han heredado naturalmente el banco apartado y la sabida petición, y Ulises volverá a salir hoy del poema épico para ser digno personaje de cuento infantil. Y vendrán con él las sirenas, o el caballo de Troya, o Escila y Caribdis, o el odre de los vientos, o lo que se le pida, porque en literatura quien elige página es el lector. Pero todo sucederá en el tiempo que dura un helado; más allá ni Homero en persona podría competir con la llamada de los juegos y las carreras. Los niños nunca dejan de ser niños.

Sirens-Waterhouse (1891)

Y Lílemus volverá a experimentar la magia de la literatura antigua, y a descubrir en las reacciones de sus hijos el genio de Homero, la inventiva, el dramatismo, la plasticidad de los epítetos aun traducidos al lenguaje de un niño. Y a cambio el profesor devolverá a la Odisea la naturaleza oral que un día tuvo, cuando los aedos hacían sonar sus versos hexámetros de comarca en comarca por el mundo griego, antes de que los tradujéramos en prosa para publicarlos con la insulsa apariencia de una novela.

 A Lílemus le divierte que se hable de los hijos como ataduras.

-¿Ataduras? ¡Por supuesto! ¿Cómo, si no, se puede mantener sujeta la libertad?

Él, como padre, conoce la libertad de ser los cien hombres diferentes que un hijo reclama y, en el fondo, “crea” cada día: el fuerte, el dulce, el severo, el apaciguador, el deportista de élite, el agotado, el que conoce las reglas, el que sabe saltárselas… y también, cómo no, el brillante contador de historias.

Homero-1Así que, si tenéis hijos, o sobrinos, o nietos, o enanos próximos de cualquier clase, no dejéis que os crezcan sin haber sido para ellos ese ser formidable que es un adulto vestido con la armadura de una bella historia, refulgente como las broncíneas corazas de los héroes homéricos. Ahora que todavía es tiempo, antes de que se os pierdan detrás de mil pantallas, asomaos con ellos al balcón de un helado, un balcón con vistas al mar eterno, o al de las fotografías, o al mar increíble de la imaginación. Buscad en las aventuras de la Odisea (en este enlace, sin ir más lejos) hasta encontrar en ellas el relato infantil.

Y os garantizo que veréis a Homero sentarse a vuestro lado, maravillosamente puro en los ojos luminosos de los niños; entrañable y despojado de toda su monumental grandeza, como un viejo azarado que intenta colar entre las barbas su propio helado de frambuesa; como debió de sonreír antes de que veintiocho siglos de escuelas y maestros lo petrificaran irremediablemente en mármol.

(Para cierta niña de «casi ocho años», que ha dado su consentimiento a esta entrada con una condición: “Vale, pero no les digas cuál es nuestro banco”.)