LA CASA ABANDONADA Y EL IMÁN

En las calles de mi infancia abundaban las casas abandonadas. Cuando la edad nos emancipaba del aña o la señorita y los padres nos dejaban salir solos a la calle, primero se te permitía ir en bici a jugar a casa de los amigos, hasta que la amistad formaba pronto esa primera conquista de la libertad humana que es la pandilla. Una pandilla sobre ruedas toma enseguida posesión del espacio, y desde luego el nuestro estaba sembrado de casas deshabitadas. No es que la cosa nos extrañase. Alrededor había empezado un silencioso terremoto social, pero aquella era la única infancia que habíamos vivido y no podíamos sospecharlo. Tampoco creo que los adultos en su mayor parte fueran capaces de verlo: a menudo la belleza del atardecer hace olvidar que se acerca la noche.

Aunque el registro diga que soy natural de Bilbao, en la provincia de Vizcaya, lo cierto es que allí sólo pasé un día de septiembre del 62 en el Ginecoyatreo de la alameda Mazarredo. A la mañana siguiente madre e hijo volvimos al hogar, en el barrio guechotarra de Las Arenas, de donde no me moví hasta los treinta y cinco. A partir del muelle de Las Arenas (sede del Real Club Marítimo del Abra y el Real Sporting Club), invisibles fronteras sociales delimitaban un territorio que se extendía por Zugazarte y Ondategui hasta llegar a Neguri (sede del Real Club Jolaseta) y por la avenida Basagoiti hasta el principio del barrio de Algorta. Dando un salto no solo físico hasta La Galea, en el límite norte de Guecho, se encuentra la Real Sociedad de Golf. Y en ese territorio de reales clubs (lamémoslo genéricamente Neguri), a principios de los setenta las casas abandonadas las veías germinar de año en año en cualquier esquina, como paraísos de jardín y ladrillo.

Plano visual de GUECHO

Asaltar casas abandonadas supone un intenso aprendizaje. Y no me refiero al hecho de que, haciendo equilibrios sobre un muro de Villa Chanis, en la entonces llamada avenida del Triunfo, mi primo Luis Gortázar, que ya estaba en quinto, me enseñase a recitar la lista de las preposiciones. Primero era preciso saltar una verja provista de lanzas o una de aquellas tapias guarnecidas en lo alto por cascotes de vidrio. Luego tocaba alcanzar entradas ya hechas por otras pandillas, trepando hasta donde hiciera falta por salientes, alféizares y tuberías. Y si eras la pandilla que “estrenaba” la casa, tenías que procurarte la entrada forzando una puerta o arrancando tablones clavados a una ventana. El último obstáculo exigía un voluntario dispuesto a lanzar una buena pedrada al cristal, y conseguir que fuera otro el delincuente constituía un acto de superioridad del que –ahora lo veo claro- nunca era consciente el pringado que se prestaba.

Una vez allanada la morada, ya se podía jugar plenamente a ser propietarios, repantingarse en un sofá polvoriento en medio del desorden y fumar entre toses algún pitillo clandestino. Se descubrían escondrijos, armarios, chismes raros cuya posesión era objeto de disputa, y se debatía acaloradamente la explicación de misterios que surgían a cada paso. Vistas con la perspectiva de la edad, aquellas incursiones furtivas nos dieron una experiencia temprana del sentido adulto del dominio, palabra que –no podíamos saberlo- procede en último término de domus, ‘casa’.

Muelle de Las Arenas-1910
Muelle de Las Arenas en 1910, con el Marítimo en primer término

Un mundo recién descubierto exige nombres recién creados. En aquellas vías sin tráfico las citas de la pandilla podían tener lugar en pleno cruce de Londonderry, o tal vez en el de Londonguau, donde una mañana habíamos encontrado un perro atropellado. Junto a este último cruce, la casa abandonada de los Arteche en Ondategui, hoy convertida en ocho portales de pisos, fue bautizada por su tamaño como “la China”. Precisamente en “la China” nos pilló in fraganti el guarda que custodiaba la finca, y en plena persecución acertó a meter una barra entre los radios de la bici de Míchel Olábarri. Lo levantó del alfalto a empujones, lo trincó por el cuello de la camisa y ambos desaparecieron dentro de la oscura mansión.

-Lo va a matar –pronosticó un pesimista. Pero al cabo de unos minutos de angustia vimos salir a Míchel cojeando, con el furioso guarda pisándole los talones. En cuanto se las arregló para montar en la bici y llegar a nuestra altura, salimos de allí cingando con gritos de entusiasmo. Habíamos vuelto a triunfar.

Las Arenas Guecho muelle

Un día de julio se habló en la pandilla de cierta casa vacía y “nuevecita” al principio del muelle de Las Arenas, en la que al parecer no había ningún guarda que se empleara a fondo en su trabajo. Serían las siete u ocho de la tarde cuando nos plantamos delante a estudiar el terreno. Miramos alrededor: el paseo estaba semivacío, así que nos animamos a trepar la tapia hasta la terraza del piso bajo. El asunto parecía chupado. Un ventanal sin tablones clavados, con una de las persianas a medio cerrar, estaba pidiendo a gritos que pasáramos a la acción. El pringado de turno -tal vez yo mismo- ya tenía el pedrusco en la mano cuando una voz nos saludó por encima de nuestras cabezas.

-Hola, chicos.

Levantamos la vista hasta el balcón del primer piso, donde un señor nos miraba sin la hostilidad que habíamos aprendido a esperar tras una larga experiencia de incursiones. Nos quedamos inmóviles, atrapados entre el sentimiento de culpa, que nos impedía devolver el saludo, y aquella extraña normalidad, que nos impedía seguir el instinto de salir corriendo. Para redondear nuestra sorpresa, el señor dio un paso atrás y desapareció de la vista.

En el medio minuto siguiente hubo una agitada discusión. Tal vez el hombre no había llegado a ver la piedra en la mano, o tal vez sí. Es cierto que el saludo parecía amable, pero bien podía ser un truco para distraernos antes de concluir con éxito la huida precipitada, opción que ganaba partidarios por momentos. Después de todo, nos había pillado sin permiso en el interior de la finca. Antes de haber llegado a una decisión común, la puerta de la terraza se abrió a nuestro lado y la figura tranquila del hombre volvió a inmovilizarnos.

-¿Queréis pasar? –nos invitó cordialmente, como si fuéramos una visita guiada de colegio y no una banda de facinerosos en busca de presas fáciles.

El que una casa abandonada estuviera ocupada no encajaba muy bien en nuestro sencillo código de casas abandonadas, así que tampoco podíamos distinguir si aquella invitación era normal. Para un grupo al que de vez en cuando amargaba la tarde un guarda de mala gaita, la presencia acogedora de un hombre bien educado era motivo del mayor desconcierto.

Al final la atracción del peligro pudo más en nuestras mentes de doce o trece años y entramos tras él. Nos guio a través de una penumbra de muebles ensabanados, entre los que pude reconocer la figura de una silla de ruedas, de aquellas antiguas con respaldo alto. Le seguimos por la elegante escalera de madera a la habitación con vistas al mar desde la que nos había saludado. Allí se sentó a un amplio escritorio y nos hizo preguntas hasta hilar algo parecido a una conversación. Era un hombre joven de buen humor y no tardamos en entrar al juego. Cuando ya nos tenía entregados, sacó del cajón algo que levantó en el grupo una brisa de curiosidad. Era un imán con forma de herradura, de un grosor nunca visto, pintado de un rojo intenso, magnético, con el que hizo alguna demostración epatante. Apretados alrededor de su mesa de trabajo como una rosquilla de fans en torno a una estrella, nuestra codicia parecía divertirle.

-Elegid números del 1 al 10 –dijo por fin, mientras escribía el suyo en el dorso de una tarjeta de visita.

Aquello sobrepasaba cualquier expectativa: el tipo nos estaba ofreciendo una rifa, en premio a no se sabía muy bien qué. El imán acabó en poder de algún afortunado y un rato después nuestro misterioso anfitrión nos acompañó hasta la puerta tan amablemente como nos había recibido.

Iman rojo
Así recuerdo yo el imán que se rifó aquella tarde

Salimos al muelle de Las Arenas borrachos de enigmas y aventura. Hasta la hora de separarnos hicimos mil suposiciones sobre la casa y su habitante solitario, esforzándonos por entender aquel episodio que, como podéis comprobar, en mí dejó una huella duradera. ¿Por qué los muebles estaban cubiertos de sábanas? ¿Estaba el hombre de verdad solo? ¿Qué otra «presencia» podía necesitar una silla de ruedas para moverse? Y eso que aún faltaban años para que nos dejaran ver Psicosis, de Alfred Hitchcock.

LA MUERTE DE NEGURI

En la edad de la bella ignorancia uno no es capaz de conectar los puntos dispersos del plano de la vida. Ahora, pasado el tiempo, no resulta difícil trazar líneas certeras y componer la figura de un mundo en declive sobre aquel paraíso de casas abandonadas. Pero entonces -ya lo he dicho- la visión de conjunto era difícil incluso para los adultos, como suele pasar a los grupos sociales que tienden a mirarse el ombligo. Hablar de todo ello sin formular a cada paso juicios de valor no está de moda, pero lo intentaré.

En el interior de Neguri, los clásicos vaivenes económicos de las familias se agudizaron por la crisis económica de los años setenta, y algunos debieron mudarse a viviendas más modestas. A menudo los empresarios de raza crían hijos y nietos sin demasiada raza empresarial, incapaces de navegar por una tormenta. Como apunta con sorna Asís Arana en su Vida y muerte de un pijo de Neguri, en toda familia «negurítica de toda la vida» uno de los dos patrimonios ha terminado por irse al garete.

Aquellos fueron años de gran trajín inmobiliario, y muchas villas se transformaron en bloques de pisos, pasando por aquella fase de abandono que nos apasionaba. El colegio de las Esclavas en la calle del Pinar, donde mis amigos y yo habíamos estudiado párvulos (prescolar, diríamos hoy) antes de entrar en Gaztelueta, se convirtió temporalmente en una mansión abandonada insuperable por amplitud y posibilidades: aulas y capilla, entradas secretas y escondrijos, arbolado y jardín, campos de deporte y hasta una selva de bambú. Todo aquel solar había sido en origen la casa de los Chávarri; hoy se levantan en él catorce bloques que acogen a más de ciento cincuenta familias.

Los avatares políticos influyeron aun más que los económicos. Si la economía se hace de vaivenes, la política tiene con frecuencia ires sin venires. El grupo clandestino ETA, nacido a finales de los cincuenta como una escisión radical -pero burguesa- del Partido Nacionalista Vasco, optó hacia 1970 por usar la violencia revolucionaria como pedal de aceleración de la historia, y se convirtió en otra de las bandas terroristas de izquierda que el mayo del 68 había puesto de moda en Europa (la Baader-Meinhoff, las Brigadas Rojas, el Grapo). Neguri y alrededores se convirtieron desde el primer momento en blanco de sus extorsiones, amenazas y secuestros. Uno de mis compañeros de curso dejó su pupitre vacío para siempre en mitad de una clase. Su padre, que llevaba semanas recibiendo cartas de extorsión (el eufemismo que usa la banda es «impuesto revolucionario»), apareció sin previo aviso en la puerta del aula para anunciarle que se mudaban a Madrid.

-¿Pero cuándo…?

-En este mismo momento. Tienes la maleta en el coche.

Una noche de noviembre del 73, seis terroristas armados y encapuchados entraron en el Club Marítimo a la hora de la cena, tumbaron a la concurrencia a punta de pistola, rociaron las salas de gasolina y les prendieron fuego con cócteles molotov. Solo resultó herido el portero, que les hizo frente, pero el viejo edificio de madera quedó totalmente destruido. Cuando me levanté a la mañana siguiente, alguien estaba barriendo las cenizas traídas por el viento al balcón de nuestra casa, que estaba en el mismo paseo a doscientos metros del club. Aquella fue una demostración de fuerza definitiva. Las actividades de la banda terrorista contaban además con la comprensión de la mayoría de grupos que en los estertores del franquismo esperaban –decir que luchaban por ella me parece demasiado- la democracia. Cuando la tierra que amas se ha vuelto irreconocible, es natural caer en la cuenta de lo ancho que puede ser el mundo, y muchos no lo dudaron. Entre la bolsa o la vida (o la bolsa y la vida, como sucedió en el secuestro del empresario Javier Ybarra y Bergé) eligieron para sí y sus hijos un futuro lejos de la tierra de sus antepasados. Algún día se contabilizará esta diáspora irreparable que a tantos perjudicó y a tantos ha beneficiado.

ABS-Sevilla-27-11-1973

Aquel régimen que agonizaba se llevaría a la tumba gran parte de la influencia de Neguri. Décadas atrás, las tensiones politicosociales de los años treinta se habían vivido como una auténtica revolución obrera en el baluarte de prosperidad burguesa que era el barrio. Así, al estallar la Guerra Civil, aquel mundo monárquico y biempensante tomó partido casi unánime por el bando nacional y, finalizada la contienda, recibió favores sin límites. Quizá por eso tras la muerte de Franco en el 75, su época dorada llegó al ocaso. En los años siguientes, la reconversión industrial y naval planificada en Madrid golpeó duramente a la ría de Bilbao. El Banco de Bilbao y el Banco de Vizcaya, verdaderos motores del desarrollo económico bilbaíno del novecientos, se centralizaron cada vez más en la capital de España, y los apellidos de Neguri fueron perdiendo peso progresivamente en sus consejos de administración. A esto se sumó el despertar político del nacionalismo vasco moderado, socialmente anestesiado durante cuarenta años, que supuso un radical cambio de caras en la vida pública del País Vasco.

Después de todo ello, la sociedad de aquí quedó barajada y servida para la siguiente mano. El dinero y el poder cambiaron en parte de dueños, como es propio de su naturaleza, y sobre todo se repartieron más extensamente. Ya no volvió a haber ricos tan ricos ni pobres tan pobres, en un proceso que supuso la más importante revolución incruenta del último siglo. El drama colectivo siguió representándose con alguna tragedia personal, como sucede siempre en el teatro de la vida social, pero el paso del tiempo acaba empequeñeciendo estos detalles.

Regatas en el Sporting
Día de regata infantil en el Sporting de los 70

Por supuesto nuestra pandilla, solo preocupada por montarla bien divertida en lo alto del gallinero, era ajena a aquel drama. Los veranos seguían consistiendo en las regatas del Marítimo, el tenis de Jolaseta y la piscina del Golf, los clubs que mantenían la cohesión de grupo en el mundo de los mayores. Y es curioso que la manifestación más visible de aquella crisis fuera a nuestros ojos las casas abandonadas, porque esa entidad no exactamente geográfica que es Neguri había nacido a principios del siglo XX como una eficaz operación urbanística. Los empresarios José Isaac Amann, Enrique Aresti y Valentín Gorbeña constituyeron en 1904 la Sociedad de Terrenos de Neguri, con idea de urbanizar espacios rurales del municipio de Guecho. Las Arenas y Algorta, con sus playas y balnearios, eran ya entonces zonas de atractivo veraniego, aunque, debido a los fuertes noroestes del Cantábrico, demasiado azotadas para pasar en ellas el invierno. Pero el acantilado natural que se levanta desde la playa de Ereaga hasta la iglesia de San Ignacio en Algorta da paso hacia el sureste a una amplia extensión en suave cuesta, que queda así defendida de las inclemencias del tiempo. La idea genial de Amann, Aresti y Gorbeña fue convertir esta zona en una moderna ciudad jardín (villas unifamiliares con jardín a lo largo de calles arboladas) atractiva para una burguesía que pasaba los inviernos ría arriba, en Bilbao, y usaba la costa para veranear. Neguri significa precisamente ‘villa de invierno’ en lengua vasca.

Josefina Ozamiz en Neguri 1916
Josefina Ozámiz a los 15 años en su casa de Neguri

Mi bisabuelo Manuel Ozámiz Ostolaza (1867-1942), nacido en Guernica, fue uno de los primerísimos chalados que creyó en aquella idea y adquirió terrenos a la sociedad para construirse dos casas en la recién creada avenida del Ferrocarril. Pero su hija (mi abuela Josefina, a quien le gustaba recordar sus bailes con Alfonso XIII en el Sporting) y después su nieta (Josefina Rotaeche, mi madre), se casaron poco “neguríticamente” –creo que no por casualidad- con hombres venidos de fuera (los dos vitorianos, esta vez sí por casualidad). Así que desde nuestra vida en Las Arenas solíamos ver el cogollo de Neguri como un fenómeno en parte ajeno y a menudo de formas fanfarronas y ridículas. Contar anécdotas imitando el acento negurítico era un pasatiempo siempre divertido.

EPÍLOGO

Esta misma tarde he paseado con mi familia por el muelle de Las Arenas. El edificio del Club Marítimo, reconstruido en el 76, apenas llama la atención entre villas de graciosa hechura. En tiempos tuvo una amplia y elegante terraza que miraba al paseo y era a su vez mirada (supongo que también envidiada; en los nacionalismos violentos suele haber un fuerte componente social) desde él. Su reconstrucción, en cambio, es un verdadero búnker sin atractivo artístico, aunque desde luego difícil de ser atacado desde fuera. Todo en él delata una arquitectura «para tiempos de guerra”, que se reveló bastante eficaz cuando en 2008 la fauna de ETA hizo estallar una furgoneta bomba delante de su fachada. A las alimañas les cuesta saciarse.

Maritimo del abra ayer y hoy
El edificio original del Marítimo, incendiado por ETA, y el actual «búnker».

A cien metros del club, la casa del imán sigue en su sitio y está habitada. Al final ha resultado un ejemplo inapropiado del declive de Neguri. Acercándome he podido reconocer la barandilla a la que se asomó nuestro anfitrión, el ventanal que estuvo a punto de recibir una pedrada y la puerta por la que entramos al misterio. O tal vez no. No dejéis de leer la posdata de este artículo.

La casa del iman

Todo sigue más o menos igual que en mi memoria, lo que no quita que haya algunas diferencias importantes. El muelle, semivacío aquella tarde de julio, estaba hoy abarrotado por una variada marea de paseantes, y quien tenga ojos sabrá ver en ello un síntoma del cambio social que trajeron los años. Las invisibles barreras que mantenían a cada uno en su barrio y municipio han caído con fracaso, y hoy en día la mezcla es habitual por todas partes.

Muelle de Las Arenas

Viendo a mis hijos en bici frente a la casa, he caído también en la cuenta de lo mucho que hemos cambiado las familias en la protección de los menores. Hoy vaciamos sin reparos la hucha de la libertad infantil para pagar con ella los plazos imposibles de su seguridad, y para cuando nos damos cuenta ni la libertad se ha desarrollado plenamente ni la seguridad está plenamente garantizada. Entonces ni yo ni mis hermanos contamos nada de aquella aventura a nuestros padres; también es cierto que no nos había tocado en suerte ningún imán que requiriera explicaciones. El verdadero regalo fue aquel hombre cortés que nos trató como adultos, y que hoy habría tenido que dar mil explicaciones a una caterva de padres suspicaces y hasta a alguna patrulla de policía. Yo supongo que él se limitaba a usar la casa desocupada de su familia como estudio o despacho, y que aquella tarde se dejó interrumpir, o tal vez entretener, por nuestra aparición inesperada.

Alguna vez me he preguntado si llegó a conocer nuestras verdaderas intenciones cuando nos descubrió en la terraza. Si de verdad lo hizo, me sorprende lo eficazmente que las supo conducir. Podría habernos echado a gritos, pero sin duda habríamos vuelto allí hasta lograrlas de la peor manera. Los niños están llenos de una curiosidad irresponsable, que les lleva a tantear con experiencias los límites de la realidad hasta que le pierden el respeto. Él se las arregló para limpiar nuestra curiosidad de impurezas y ponerle delante un fin atractivo. Al salir de allí, nuestro deseo de experiencias no solo estaba satisfecho; estaba perfeccionado por el respeto y listo para el siguiente nivel. El hombre aquel demostró ser un excelente educador.

Siempre he sentido por él sincero agradecimiento, que no me sería difícil expresar directamente en este mundo donde el ordenador permite encontrar a cualquiera, siempre que sepas su nombre. Y en su caso lo conozco: se llamaba Eduardo (los apellidos prefiero no publicarlos sin haberle pedido consentimiento). Lo vi escrito en su tarjeta de visita, mientras deseaba con toda el alma que ambos hubiéramos imaginado el mismo número. La verdadera historia -la personal, garabateada en los márgenes del engañoso libro de la Historia- consiste en detalles insignificantes como ese.

Profesor LÍLEMUS

P.D. Julio Cortázar comparaba la memoria con «la araña esquizofrénica de los laboratorios donde se ensayan los alucinógenos, que teje telas aberrantes con agujeros, zurcidos y remiendos». Lo digo porque esta tarde, tras la publicación del artículo, me ha llamado uno de los integrantes de aquella pandilla para decirme que la casa del imán no sigue en pie: tras su abandono fue vendida y convertida en casa de pisos. El edificio que yo recuerdo «con nitidez» es el de al lado, que nada tiene que ver con aquella aventura. Lo digo para los amantes de la exactitud, entre los que, como podéis ver, no se encuentran mis destartalados recuerdos. Yo supongo que, al transformarse la casa del imán en una casa de pisos, mi memoria «trasladó» el recuerdo del imán a la casa de al lado. Añade mi informante que él no recuerda nada de ningún imán fabuloso. Lo que le quedó grabado fue, en cambio, una fabulosa colección de gafas antiguas. Otra vez la araña pirada.